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Federico Maria Sardelli

6 Sonate À Tre

   ¿Nuevo, o antiguo?, esta es la pregunta que podríamos formularnos sujetando sobre nuestras manos el nuevo trabajo discográfico del músico italiano Federico Maria Sardelli, un polifacético artista (pinta como los ángeles) que compone música a la maniera de los grandes genios del pasado, y por pasado me refiero al periodo más prolífico de la historia de la música, el barroco. Sus 6 Sonate À Tre, o Trio Sonatas en la lengua patria, reinterpretan el lenguaje de las escuelas barrocas (neo-barroco) que su ensemble interpreta de una forma tan creíble como emocional, y que acaba, como suele ocurrir con los trampantojos, por despistar al más entusiasta de sus seguidores. Los violines (Stefano Bruni y Giovanni Battista Scarpa), los chelos (Lorenzo Parravivini y Bettina Hoffmann) y el órgano (Paola Talamini) acompañan al maestro Sardelli por este recorrido que huele a nostalgia. El aroma a barroco italiano despierta en el aficionado un delicado rumor que va más allá del propio idioma veneciano que tan bien habla Sardelli. Su Sonata I in B flat, “la alegre”, o la Sonata V in C, “la melancólica”, o también la Sonata III in E, “la elegante”, con su expresivo Adagio (subtítulos de cosecha propia), son solo algunos ejemplos del buen hacer del compositor que sostiene sobre su talento más de tres centurias de sabiduría, de ahí que sus anacrónicas 6 Sonate À Tre jueguen con la percepción del aficionado provocando, además de eso que llamamos placer (eso es  más que evidente), que el melómano se haga la pregunta que escribía unas líneas más arriba: ¿nuevo, o antiguo? Supongo que la respuesta más lógica sería decir: nuevo, y antiguo…

Barcelona 1714

Don de lenguas

Todo es complicado. La pluralidad de lenguas, para algunos, o la globalización, si se quiere emplear un eufemismo actual, para otros, define los acontecimientos que acontecen a nuestro alrededor. La cuestión es que la diversidad lejos de sumar, resta. Esto es un hecho incontrovertible que pulsa la realidad de las cosas. En esta variedad de todo, y por todo me refiero a cualquier cosa que afecte a la diferencia entre seres humanos, destaca sobremanera la ingente cantidad de lenguas y dialectos que hay en nuestro mundo. La teoría del otro, según el teólogo Johann Baptist Metz, voz del bautista que predica en el desierto, está más vigente que nunca, y lo está, porque se utiliza de una forma peyorativa. Ahora bien, siempre se ha dicho, y a veces no de la mejor manera, que hay un lenguaje universal que todos entienden, y que no es otro que el de la música. Esto, que es tan cierto como que 2+2 son 4 (¡no lo es, pero me vale!) sirve para describir de un modo superficial una verdad que es más profunda de lo que parece. ¡Qué lo es!, si, desde luego, pero con matices, ya que para los que navegamos de alguna manera entre pentagramas este lenguaje tiene demasiadas connotaciones. Para no extenderme mucho en teorías baladíes, tomaré como ejemplo de estos matices la música escrita por el compositor catalán Gerard Pastor, rara avis del medio audiovisual, para la película histórica Barcelona 1714. En el hábitat de estos políglotas de hoy, hidalgos sin armadura que utilizan esta lengua como santo y seña, destacan los que emplean el leitmotiv como dialecto funcional de su expresividad. Esta obra, cromática y dialéctica a partes iguales, demuestra que Pastor está embebido del espíritu clásico de los grandes creadores de antaño, poetas que utilizaban el leitmotiv como elemento narrativo de primer nivel. La música de Barcelona 1714 es tan rica y variada que no hay ni un solo elemento que no tenga relación con la música que lo envuelve, posicionamiento que hurga allí donde los fotogramas carecen de fuerza dramática y descriptiva. Ahondar en los entresijos de una narración de estas características demuestra que la habilidad de Gerard para contar la historia está muy por encima de las pretensiones artísticas de una película que naufraga en un mar de dudas. Cronista de una época convulsa, Pastor pone los acentos, no solo sobre cada uno de los personajes de la trama (Jan, Agnès, Maurice, Pare Mateu o Van Kreug.), sino también sobre cada una de las situaciones que recrean un escenario diverso (una vez más) donde el amor, la traición, el honor o la intriga forman parte de la propia historia.

A fin de cuentas, tanto la historia como la música se circunscriben a la sempiterna lucha del bien contra el mal, dialéctica donde los leitmotivs juegan un papel fundamental en el desarrollo temático de la obra. Los personajes, intensos y complejos (gracias al discurso musical) evolucionan con ingenio a través de las continuas referencias musicales que Pastor hace en relación a cada uno de los protagonistas. Es en este cromático juego de contrastes donde Gerard sale airoso del envite colocando las piezas en el lugar idóneo. La música juega una partida de ajedrez donde no importa quién gane o pierda. Además, y esto es aún más interesante si cabe, el músico, no solo dibuja con precisión el contorno de la historia, sino que también la colorea utilizando los instrumentos que mejor se adhieren a la piel de cada personaje para dotarlos de identidad propia. Así, de esta manera, las huestes del bien encabezadas por Jan, Agnès o Úrsula hablan y actúan a través del clarinete, el violonchelo o la celesta, voces que dialogan de los sentimientos más profundos del ser humano; mientras que los acólitos del mal como Pare Mateu, Van Kreug o Maurice se expresan utilizando la trompa, el fagot o el trombón, instrumentos cuyas sonoridades exponen los contratemas que definen a los oscuros y siniestros personajes de la historia. Por tanto, no es solo lo que se cuenta a través de la variedad de leitmotivs, sino también, el cómo se narra empleando la instrumentación más adecuada.

A tenor de lo expuesto, se puede concluir que la partitura escrita por Gerard Pastor para Barcelona 1714 es sin lugar a dudas tan variada como cromática, reflejo de que este políglota, no solo habla el lenguaje más universal de todos, sino que también domina muchos de sus dialectos. 

Lost and Love

De profundis, clamaban por sus almas los que allí habitaban… Lejos de todo, y más allá de la literatura, aunque siempre esté presente, se encuentra esta expresión penitencial que por su etimología incide sobre algo que está muy adentro. Desde las profundidades se otean los límites que los artistas ponen al mundo para que sus trazos nos lleven a un estado de consciencia que solo ellos saben dibujar. Desde ese profundo lugar nos habla la música del polaco Zbigniew Preisner, creador infatigable que lleva décadas arrastrándonos a la profunda caverna de la emoción, lugar en el que sus melodías filtran la luz que ilumina el oscuro sendero por el que tenemos que regresar. ¡oh, Ítaca amada! La capacidad que Preisner tiene para conectar con la parte emocional de nuestra realidad queda una vez más de manifiesto escuchando las sentidas y abisales frases de su obra, Lost and Love (Peng Sanyuan, 2015), drama oriental en el que el compositor descarna a unos personajes quebrados por el dolor de la perdida. La música actúa de bálsamo transformando, entre lamentos y apegos, la congoja de lo que ya no es, en el amor de lo que pudo ser… Preiner deja abierta la puerta a la esperanza a la que el protagonista vive aferrado desde los confines de su desconsuelo. La aflicción de los leitmotivs acaba por convertir la renuncia en optimismo (osamenta de arena y viento…), estado que, no solo se desarrolla a través de su música, sino que también tiene sentido en la honda penitencia que irradian sus melodías.

The Scarlet Letter

En cierta ocasión el poeta árabe Ibn al-Farid cantó de una forma tan sincera a las musas que estas, agradecidas por su noble gesto, le concedieron el don de la composición. Poetas y músicos –¿acaso no son lo mismo?-han cantado al amor, alfa y omega de la existencia humana, con la esperanza de encontrar la tan anhelada inmortalidad. Pues bien, uno de esos poetas (creadores), trovador de alta enjundia, fue el músico británico John Barry -el eterno gentleman-, compositor que cantó al amor con una voz tan original y atractiva que después de él, las musas, afligidas por la belleza de su voz se retiraron entre sollozos a las entrañas del Parnaso dejando huérfano al mundo de los vivos. Barry, el último poeta del amor –Delerue es el otro-, selló su pacto con la inmortalidad dejándonos desamparados y hambrientos. Un precio demasiado alto para los que nos quedamos. Se fue dejando que la nostalgia se apoderara de las miradas tristes de los hombres, recuerdo vivo de un músico que en todos los sentidos fue excepcional.

Sirvan estas pocas palabras como homenaje (pórtico) a uno de los músicos más importantes y originales, no solo de la historia de la música cinematográfica de las últimas décadas, sino también de los de la otra historia. La obra de Barry es tan extensa, atrayente y original que a día de hoy parece una empresa imposible seleccionar una de ellas, aunque hay 4 o 5 que, por un millón de razones y alguna que otra más, podrían estar al alcance de mi humilde pluma. Entre estas se encuentra la partitura que el inglés escribió para la película The Scarlet Letter (1995), drama de época dirigido por Roland Joffé e interpretado por Demi Moore, Robert Duval y Gary Oldman que sirvió para que el músico creara una de sus composiciones más bellas. Con la anacrónica partitura del Elmer Bernstein en la papelera, tal cual (primera opción del director), Barry abordó el proyecto sabiendo que el tiempo iba a ser su gran enemigo, algo a lo que estos gigantes del pentagrama estaban más que acostumbrados. Con tan solo unas semanas de margen, tiempo escaso pero suficiente, Barry escribió 3 o 4 ideas que tejen la convulsa relación de los dos protagonistas con la estricta y religiosa comunidad en la que se desarrolla la historia. El amor, manchado por la traición de los amantes, es el leitmotiv sobre el que se vertebra toda la partitura, lides en las que el músico estaba más que versado. Una idea para la felicidad del primer encuentro, inocente y diáfana, que describe la verdad que hay encerrada en una mirada, y otra, descarnada y visceral para la desmedida pasión de los amantes son los leitmotivs principales de la partitura. Barry orquestó estas dos ideas de diversas maneras utilizando la cuerda y la flauta como garantes de una pasión que desemboca en la locura. El contrapunto a estas dos melodías se encuentra en el leitmotiv del villano, oscuro y violento (con el piano, los chelos y los bajos como protagonistas), que el compositor expuso para describir los celos y posterior transformación que el marido despechado sufre por la traición de su cónyuge. Ahora bien, esta aparece siempre subordinada a las dos anteriores. En todo caso, y esto es anecdótico, queda clara la posición de Barry frente a un western atípico que acabó por engullir la partitura que Bernstein había escrito, composición que terminó siendo la tópica y típica imagen del western tradicional. Para contextualizar la parte de la historia que habla de los indígenas la productora utilizó algunas piezas del compositor estadounidense Peter Andrew Buffet, músico que cumplió a la perfección su cometido dejando que el folklore y los cantos tribales marcaran el inicio de la historia. 

Tomando una vez más como referencia, y será la última, la historia del poeta árabe Ibn al-Farid, aquel que cantó a las musas, es fácil intuir que la música de Barry actúa de la misma manera, es decir, dejando que las ideas que brotaban de su excelsa pluma acabaran por evaporar la inspiración que estas delicadas criaturas le otorgaban desde los más alto del monte Parnaso. Quizá Barry fue el último músico que habló del amor como solo saben hacerlo los poetas. 

Eternity and a Day

Metafísica

Hace bastante tiempo escuché a alguien decir que Psicosis es metafísica, sin más. Esto, que a priori puede parecer una cosa extraña, tiene sentido si tratamos de explicar desde su raíz etimológica el significado último de este concepto acuñado por Andrónico de Rodas. Desde un punto de vista original, la metafísica, del griego μεταφυσική (más allá de la naturaleza), puede dar sentido y explicación al fenómeno musical que envuelve a la BSO de la película. Es una cuestión estructural que incide sobre la mente del espectador provocando una reacción que da cumplimiento al hecho narrativo. Puede decirse que la partitura de Herrmann va más allá de la música, ya que sus planteamientos refuerzan el contexto de la acción explicando el sentido final de las escenas. Es la música la que incide donde la imagen no llega. Esto, en última instancia, es metafísica; o dicho de otro modo, es un acto violento de conocimiento en el que el individuo traspasa el umbral de lo establecido rompiendo las estructuras que diferencian al artesano del obrero. Bernard Herrmann no solo moldea su música con habilidad y precisión, sino que la implica —tiene sentido gracias al otro— con la disposición anímica del espectador. Es la metafísica del otro. Por tanto, la idea que subyace bajo el espíritu poético de la música (arte como creación pura) acontece de un modo natural sobre el ideario, no solo del compositor angelino, sino también de todos los que de una forma reflexiva y deliberada buscan la belleza del momento. Pues bien, es en este contexto filosófico y poético donde se desarrolla la música que Eleni Karaindrou escribió hace décadas para la película de Theodoros Angelopoulos, La eternidad y un día. Premiada en Cannes, la obra del director griego expone con un profundo sentido lírico la idea del tiempo, efímero compañero de viaje que hurga de una forma despiadada sobre la conciencia del ser humano. La reconciliación con nuestro yo y el contrasentido del tiempo (se escapa entre los dedos…) pone de manifiesto la obsesión del realizador por encontrar el sentido último a las palabras del poeta, rapsoda atemporal que con sus versos desafía a los propios dioses. Con estos mimbres la compositora helena desarrolla su discurso a través de un par de ideas que refuerzan sobremanera la idea del tiempo que se nos escapa. La música se une al protagonista en su periplo existencial de un solo día intentando digerir la existencia en un solo instante.

Volviendo a la metafísica como idea de confrontación poética se obtiene una visión más clara de lo que la música pretende, y que no es otra cosa que ir allí donde las palabras mueren, aunque para ello tenga que comprar todas y cada una de las notas. Ataviada con la melancolía como leitmotiv principal de su discurso, Eleni ayuda al protagonista a transitar por la senda de la reconciliación escribiendo una melodía que se mueve al compás que marca la realidad de un hombre que acaba por cuestionar el sentido de la vida. Morir ajeno a todo cuanto le rodea, o por el contrario, ganar, aunque solo sea por un día, la eternidad conectando con el otro a través de la compasión. La música confiere a la historia, no solo la dosis necesaria de realismo que, como suele ocurrir con las cosas que trascienden, converge en la onírica relación que la música establece entre el protagonista y el poeta; sino también en la ilación que los afectos y defectos (imagen de la amistad) profesan sobre la necesidad que el personaje principal tiene de encontrar una respuesta a su efímera naturaleza. A través de su maniquea propuesta Eleni teje la historia tomando como punto de partida la idea de la reconciliación que la música dibuja en derredor de la luminosa y cíclica melodía que conecta la realidad con lo eterno. Ese es el premio… Ahora bien, del mismo modo que el crepúsculo espera paciente al amanecer, es la eternidad la que aguarda a que el día se consuma, imagen que la compositora dibuja a través de una oscura e inquietante idea que actúa como la profunda voz del barquero que llama a las almas de los hombres. Sobre estos dos leitmotivs construye Eleni la metafísica de la historia, idea filosófico-musical que define su personal estilo.

The Cakemaker

 

Ausencias y presencias

            Entre estas dos pseudo realidades poéticas se articula la mayor parte de la música cinematográfica que conocemos. Las obras de cientos de músicos han jugado a lo largo de las décadas con esta caprichosa dualidad para conseguir el efecto cinematográfico por antonomasia, que no es otro que aquel que muestra una determinada cosa (presencia) cuando esta, por mor de su propia inconsistencia, se muestra de un modo invisible (ausencia). Así mismo, y esto es una certeza matemática, es en esta suerte de contrarios donde se definen de un modo diáfano las líneas argumentales de un sinfín de cintas que sin pudor alguno optan por esta clase de lenguaje audiovisual. Dicho así parece un galimatías, pero si se explica desde la experiencia (memoria cinematográfica) es fácil encontrar numerosos ejemplos que refrendan esta forma de hacer cine. Pienso que este no es el foro idóneo para refrescar la memoria de los aficionados más olvidadizos, que haberlos haylos; pero vaya por delante que es en el género de la ciencia ficción, y sobre todo en el de los manidos superhéroes sacados del comic, donde este recurso ha calado más hondo. Estas dos representaciones (fotograma Vs pentagrama) cohabitan de un modo natural mostrando que la música como recurso narrativo va más allá de la imagen. Para explicar con cierto rigor la naturaleza de estos dos elementos podría recurrir a un discurso de índole filosófica que, entendido desde su propia raíz, podría mostrar de un modo apriorístico la realidad que pretendo contar a través de la obra del compositor francés Dominique Charpentier; pero aun así, considero que es más sencillo desembrollar la cuestión utilizando las minimalistas melodías que el músico ha escrito para esta interesante película. Por tanto, la estrecha relación que existe entre la ausencia y la presencia queda definida en la sentida exposición que Dominique hace del leitmotiv principal, melodía que vertebra la historia del protagonista ausente (Oren) y su vínculo con las diferentes presencias que lo rodean.   

            El realizador Ofir Raul Graizer compone un heterogéneo collage de razas, credos y sexos que inicia su recorrido en la cosmopolita ciudad de Berlín, urbe donde Oren, un ingeniero israelí se encapricha de un joven repostero alemán. Tras un trágico accidente  Thomas queda huérfano provocando que el romance acabe con la misma fugacidad con la que empieza, hecho que marca su trágico descenso a los infiernos. Roto por el dolor de la ausencia (será presencia a través de la música), Thomas viaja a Jerusalén para conocer la anodina vida que Oren llevaba junto a su mujer (Anat) y su hijo, y es a partir de este momento cuando las emociones del repostero se enredan con las confesiones, profesiones y un extraño sentido de la lealtad que ponen de manifiesto la vulnerable condición humana. El director marida todos estos elementos empleando la música de un modo muy inteligente para entender que esta acaba siendo la imagen que representa la profunda relación de los dos protagonistas; o dicho de otro modo, es en la conmovedora ilación de ambos, lugar donde juegan, si tal cosa fuera posible, las ausencias y las presencias

            La música de El repostero de Berlín es tan sencilla como profunda… Dominique Charpentier plantea su ideario a través del piano como único vehículo de comunicación mostrando que unas cuantas notas bastan para expresar todo aquello que la imagen no es capaz de exponer. Esta es la gran aportación del compositor francés a la historia, la de dejar que la vida de Oren (ausencia) siga fluyendo al son que marcan las 88 teclas del piano (presencia). Mientras suenan, la vida sigue a través de la triste y perdida mirada del repostero, náufrago que busca en los afligidos sonidos de la ausencia un atisbo de esperanza que lo reconcilie con la realidad. Con alguna que otra variación del leitmotiv principal la obra se convierte en una instantánea que el protagonista visualiza cada vez que el recuerdo de su amante aparece en todo lo que le rodea. La nueva y extraña relación que mantiene con la viuda y su hijo, o el beligerante vínculo que le une al hermano judío de Anat, quedan a merced de la apariencia que la música tiene (tema de Oren) como primer motor de la propia historia. Su música explica con acierto la relación que hay entre la ausencia y la presencia como recurso narrativo.    

Icaro

Poseo gran capacidad de admiración, sorpresa y curiosidad, que son las tres cosas que definen más la infancia

Antonio Gala

Ícaro y la curiosidad perdida

En ocasiones suelo recurrir a la mitología –siempre que la ocasión lo requiere- para explicar las razones últimas que han llevado a un determinado músico a escribir una obra cualquiera. Ahora bien, esos motivos, cualesquiera que sean, están más que justificados cuando la partitura en cuestión hunde sus raíces en algún mito de la antigüedad. Tomando esta aseveración como punto de partida se pueden hilvanar algunas ideas que dibujan el contorno que delimita la frontera que hay entre realidad y mito. Como recoge el filósofo e historiador de religiones Mircea Eliade: el mito es una historia sagrada que narra un acontecimiento sucedido durante un tiempo primigenio, en el que el mundo no tenía aún su forma actual. Por tanto, ese carácter sagrado o numinoso es aplicable, no solo a los mitos como tales, sino también a la transformación que estos sufren a través de las curtidas manos del artista. Sea como fuere, es bastante fácil adivinar las líneas por las que transita el músico cuando sus melodías se funden con la tradición mítica. Durante décadas se han establecido puntos de encuentro que facilitan la interpretación de estas tradiciones orales basadas en hechos prodigiosos, y que a la postre narran una serie de sucesos fantásticos que durante tiempo han explicado de una forma pragmática y dinámica la visión que tienen los seres humanos del mundo. Sin ánimo de extenderme demasiado, que para ese menester ya hay cientos de manuales, es importante reseñar que en esta hermenéutica de lo mitológico –basada en la visión platónica de la tradición-, ya sea desde un punto de vista moral, antropológico, cosmogónico o escatológico –relativo al ser, al fin y al cabo-, tiene cabida la interpretación musical que utiliza la emoción como vehículo para entender la naturaleza de estos relatos alegóricos. Sin ir más lejos, escribí hace algún tiempo un comentario del Mito de la Caverna de Platón que daba sentido a la música en el cine de Méliès, que, como argumenté en su momento, fue el primer cineasta platónico de la historia. En este sentido es fácil encontrar un buen puñado de obras que tienen en los mitos su primera fuente de inspiración. Desde la época barroca (Dido y Eneas de Purcell), pasando por el clasicismo y el romanticismo (Idomeneo, Rey de Creta de Mozart, o Electra de Strauss), hasta llegar a nuestros días (Ícaro de José Luis Benlloch), la música ha mantenido una estrecha relación con la mitología dejando claro que la interpretación musical de los textos antiguos es tan válida como todas las demás. Ahora bien, para entender con cierta claridad esa hermenéutica de la emoción que algunos defienden a capa y espada es necesario tomar una posición sobre las distintas explicaciones que un mismo mito tiene, de ahí que sea importante escoger bien. Por tanto, en lo que se refiere al mito que narra la odisea de Dédalo e Ícaro y su búsqueda de la libertad, es plausible tomar como válida, aunque no por ello única, la descripción que toma como punto de partida una visión curiosa del relato –quinta esencia del poeta-, y que a la postre servirá para entender la música compuesta por José Luis Benlloch, paradigma del hombre curioso. Visto con cierta perspectiva cronológica, su obra, heterogénea y delicada a partes iguales, ha dibujado con inteligencia, no solo las líneas que interpretan el mito de Dédalo e Ícaro, sino también las que homenajean a celebridades de la talla de Francisco Salzillo o Ramón Gaya, artistas cuyas obras han sido moldeadas por las habilidosas manos del músico. A fin de cuentas, ese insano deseo de ir más allá solo se entiende a través de la valentía que unos pocos muestran cuando se enfrentan a todos los reyes que deambulan por la faz de la tierra construyendo esos laberintos ideológicos que asfixian la quebradiza naturaleza del artista.    

¿Cuántos Ícaros hay entre nosotros?; ¿cuántos se queman en la búsqueda de lo desconocido?; y, ¿cuántos sucumben al calor de la incomprensión?… Estas y otras muchas preguntas se agolpan en mi cabeza cuando escribo sobre la obra de un músico tan honesto como José Luis Benlloch. Cuestiones a las que he intentado dar respuesta a lo largo de los años a través de los trabajos de músicos tan mitológicos como Zurutuza, Bazo, Valenzuela o Anguita; Ícaros que todavía hoy fabrican sus alas al abrigo de la curiosidad. Ahora, más que nunca, cobran sentido las palabras que otras veces he tomado prestadas del desaparecido Eduardo Punset, y que sirven de frontispicio a las obras de esos gigantes: la música nunca miente… Verdades o mentiras, lo cierto es que la imagen del joven Ícaro volando hacia el sol con sus alas hechas de plumas y cera ha inspirado las melodías que dan forma y sentido a la primera obra del compositor José Luis Benlloch, un interesante trabajo de orfebrería que utiliza el mito y su interpretación musical para contar esta historia de otra manera. Pero antes de exponer cualquier otra consideración que pueda interferir en la realización de este pequeño excursus es necesario recurrir al texto, y para ello voy a tomar como punto de encuentro las poéticas palabras que Ovidio recogió en el libro VIII de su Metamorfosis:

Pues pone en orden unas plumas, por la menor empezadas, a una larga una más breve siguiendo, de modo que en pendiente que habían crecido pienses: así la rústica fístula un día paulatinamente surge, con sus dispares avenas. Luego con lino las de en medio, con ceras aliga las de más abajo, y así, compuestas en una pequeña curvatura, las dobla para que a verdaderas aves imite.

A partir de aquí Benlloch lee entrelineas para componer su propio mito ofreciendo una más que interesante interpretación de la historia que, como el agua de la fuente Castalia en Delfos, brota de la curiosidad, o más aun, del deseo de ir más allá aun a riesgo de acabar quemado por el calor de una tiranía que rige este mundo de un modo cruel. El músico se aferra con fuerza a su propio ideario para entretejer su particular visión de la historia. Todo parte de su experiencia, la cual le lleva a interpretar, no solo las líneas argumentales del mito, sino también las melodías que dan sentido a la catarsis que propició la creación de la obra. Icaro está dividida en dos partes bien diferenciadas que dibujan la purificación que Benlloch sufrió justo antes de abordar la composición de la música:

Icaro

La Cueva

El Baile

Néctar de libertad

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Alas de cera

El vuelo de Icaro

Mar Egeo

La primera de ellas responde a la parte menos histórica del mito, contrasentido que se circunscribe al trance personal que conduce al músico hasta el interior de la cueva, platónico lugar en el que los sonidos acuosos, las percusiones y la flauta acompañan al protagonista hacia lo desconocido observando entre sombras las siluetas perdidas de un sinfín de personas que, asidas al mar de la tranquilidad, esperan pacientes los cambios que han de sucederse. El ritmo se entremezcla con las miradas perdidas de aquellos que esperan la tan anhelada transformación. El viaje se sucede de un modo placentero a través del dulce y etéreo sonido de la flauta (voz embriagadora del dios Baco) que el músico utiliza con destreza como catalizador de todas las emociones vividas. Sin solución de continuidad la música baila al son que marcan los hados, caprichosos y sibilinos, para festejar los cambios producidos durante la primera parte del viaje; y es que todo está por llegar… La utilización de esta parte del ritual (baile como transformación), que incluso los apócrifos recogieron en sus silenciados versos y que presentan al cristo diciendo aquello de: “quien no danza no sabe qué va a pasar”; es la imagen perfecta para mostrar el nuevo estado de conciencia que el músico alcanza después de atravesar la fría oscuridad de la cueva. ¡Baila, Baila, Baila! 

La primera etapa llega a su fin. Las libaciones han consumido los rescoldos que aún quedaban bajo los prejuicios de los hombres dejando que las cenizas de las habladurías se esparzan por la cavidad en un bautismo que conduce de un modo irreversible a un nuevo estado de conciencia. En este sentido el músico acepta el cambio dibujando el contorno que rodea al hombre libre en una imagen (melodía) que Benlloch toma prestada del ideario musical del compositor heleno Vangelis (inspiración y exposición), adalid de la escasa libertad que queda en este mundo. La propuesta es tan etérea como embriagadora, producto de la catarsis que el nuevo ser ha sufrido en su lisérgico viaje emocional a través de la cueva. Como muy bien expone el músico hacia el final de esta primera parte del viaje: es el néctar de libertad la consumación de todo lo acontecido con anterioridad, o dicho de otro modo: “es la música la que nos conduce al principio del segundo tiempo dando nombre al mito de Icaro” (Manuel Piñero Zapata).

Musicalmente hablando es en la segunda parte donde el músico se refiere al mito, o al menos, a la particular idea que tiene del mismo. Las alas, el vuelo y el Mar Egeo son los tres elementos que conforman su corpus musicae, ideas o metáforas que Benlloch utiliza para interpretar el ascenso y la caída de Ícaro. Ahora bien, la visión del músico rompe ideológicamente con la imagen que Ovidio nos mostró en sus Metamorfosis, impronta que presenta una mirada trágica de la historia:

Dédalo: Te advierto, Ícaro, que debes correr siguiendo una línea central, para evitar que las olas hagan pesadas las plumas si vas demasiado bajo, y que el fuego las haga arder si demasiado alto: vuela entre ambos extremos (…).

Partiendo de su propia experiencia, la música, no solo recrea de una forma rítmica la construcción de las alas, sino que también muestra con sutileza la ingravidez del primer vuelo (libertad) otorgando a la flauta y los teclados todo el protagonismo de la historia. El sol, como metáfora del conocimiento, y el mar, como depositario de todo lo superfluo que esclaviza al hombre, son los dos elementos que vertebran el nuevo mito de Ícaro. Benlloch nos regala una nueva interpretación que sucumbe ante el poder de la música., y eso es algo que ni Ovidio (¡qué me perdonen los clásicos!), ni los propios dioses pueden remediar. Ícaro vuela sin prejuicios y temores hacia la libertad que define al nuevo hombre, un ser desprovisto de miedos que camina con libertad a través de las metafóricas melodías que el músico ha compuesto como consecuencia de esa catarsis citada unas líneas más arriba…

Esta no es más que otra interpretación del mito que Ovidio inmortalizó en sus Metamorfosis, y que ahora, unas cuantas centurias más tarde, José Luis Benlloch, músico de etéreo y metafórico trazo, se ha atrevido a narrar a través de su propia experiencia vital, y es que, como decía el filólogo y erudito húngaro Karl Kerényi: “la mitología, como la música, tiene su propio lenguaje”.   

 

 

The Ghost And The Darkness

     La imagen que siempre he tenido de Jerry Goldsmith es como la de Ortro, (el perro de dos cabezas, hijo de Equidna y Tifón y hermano de Cerbero); un monstruo de la música cinematográfica que en el interior de sus testas –las dos y puede que alguna más- alojaba imaginación y originalidad a partes iguales, facultad y cualidad que diferencian al genio del músico. Hace ya 15 inviernos la música cinematográfica quedó huérfana cuando Goldsmith abandonó este mundo de sombras. Jerry fue un artesano del sentimiento, de la emoción y de la melodía… Un prestidigitador que ilumino el firmamento durante décadas. Radiografiando su extensa carrera se puede vislumbrar la continua evolución de su estilo que ya desde los años 50 y 60, marcados por el jazz, o los 70 y primeros 80, donde la experimentación fue una constante; o la última década de los 90, donde su elegante sinfonismo pario algunos de los leitmotivs más esplendidos de toda su carrera, muestran la versatilidad de este genio del siglo XX. Es en esta última década donde encontramos su partitura para The Ghost and the Darkness, o el “El Fantasma y la Oscuridad” –el dos una vez más, ¿habrá que consultar la cábala?-, película dirigida por Stephen Hopkins y que ahora vuelve a la escena musical gracias a la reedición de su banda sonora. La edición recoge toda la música que el genio escribió para esta historia que se desarrolla en 1898 en la región de Tsavo cuando dos leones llamados El Fantasma y la Oscuridad mataron y devoraron a decenas de trabajadores durante la construcción del Ferrocarril que intentaba unir Kenia con Uganda.

     La imaginación y la originalidad de Goldsmith se erigen en protagonistas de esta historia que el músico articula con habilidad en derredor de tres ideas que describen la aventura, el amor y la tensión que Stephen Hopkins narra con más intención que talento. Como era la costumbre en la década de los 90 –Rudy, Air force one, Congo, The Mummy o The 13th Warrior, por citar solo unas cuantas-, Goldsmith propone como pórtico a su obra un alegre, poderoso y retentivo Main titles –Theme from The Ghost and the Darkness– que utiliza los vientos, juguetones en su inicio y poderosos en su conclusión, para describir la grandeza de Tsavo, una tierra bañada por el sol de Kenia que el músico contextualiza añadiendo cantos y percusiones tribales. Esta idea evoluciona hacia el segundo gran leitmotiv de la obra –The Bridge– que conduce a los lugareños hacia la victoria. La finalización del puente y la eliminación de los leones son las dos empresas que están implícitas en esta fanfarria triunfal –The claws/First time-, melodía que muestra la enorme capacidad narrativa de Goldsmith. La tercera y última idea de la partitura, a la postre la más floja de todas, vincula emocionalmente al protagonista con el recuerdo de su amada –la única imagen civilizada de la historia-, un motivo sencillo y delicado –John´s Nightmare/Welcome to Tsavo– que se queda a medio camino dando la sensación de que podía haber sido mucho más. La partitura se completa con contundentes y rítmicos temas de acción –Lions Attack/Preparations– que refuerzan, lanzas y voces tribales en ristre, la intensidad y la angustia de la encarnizada lucha por la supervivencia. Lo más destacado de estas ideas, además del ritmo frenético y la utilización de los cantos indígenas, es la habilidad que Goldsmith tenía para insertar los leitmotivs principales dentro de los temas de acción, una muestra más de su gran capacidad narrativa.

     Puede que The Ghost and the Darkness no sea la partitura más original de Goldsmith, es más, pienso que no lo es, pero como la mayoría de los trabajos realizados durante la década de los 90, “El Fantasma y la Oscuridad” nos regaló dos o tres ideas que ya forman parte de nuestra selectiva memoria y que gracias al sello Intrada podemos disfrutar ahora en su totalidad.

 

The History Of Eternity

Eterno… Resulta interesante comprobar que todavía quedan sellos discográficos con muy buen gusto. Ha tenido que pasar un lustro para que alguien se atreva a editar esta pequeña joya que a día de hoy faltaba en la interesante y cromática discografía del músico polaco Zbigniew Preisner. Alejado de las producciones de mayor envergadura, Preisner utiliza su inconfundible estilo para recrear con un increíble sentido dramático la historia planteada por el realizador Camilo Cavalcante. Las pausas y los silencios acompañan con delicada mesura al piano, el violín y la guitarra, invitados de excepción que dibujan las líneas melódicas que dan sentido a esta peculiar historia. Una de las cualidades que definen al músico es la de no necesitar demasiados artificios para conectar con la parte emocional del espectador, condición sine qua non que todo buen narrador ha de poseer para que el lenguaje cinematográfico adquiera sentido. Unos cuantos instrumentos y un par de leitmotivs son suficientes para convertir el plomo en oro, anhelo del alquimista (músico) que intenta conseguir con devoción tan apreciada transmutación artística. Solo espero que no tengan que pasar otros cinco años para disfrutar de la música del genio del este. Por tanto, y aun a riesgo de parecer pretencioso, se puede decir que esta Historia de la Eternidad se encuentra por derecho al lado de sus Tres Colores, su Réquiem o su maravillosa doble vida…   

The Legend of Bagger Vance

El Swing perfecto

 

            Hablar del swing en el golf, es hablar del golpe perfecto; ¡qué decir, más aún!, es dialogar sobre la esencia misma de un deporte que busca entre todos los elementos que lo forman el golpeo perfecto, ese que identifica al deportista con la mística que hiere el espacio que hay entre el palo, la bola, el hoyo y la bandera. Puede decirse que un buen golfista es aquel que ha encontrado su swing (único e intransferible), movimiento que aúna en su realización elegancia, precisión y romanticismo. Algunos lo definen como “un movimiento complejo que busca maximizar la velocidad de la cabeza del palo en el momento de golpear a la bola”; cierto, pero en el marco en el que se desarrolla la extraordinaria legenda de Bagger Vance prefiero utilizar una definición, no solo más romántica del término, sino también algo más mítica. Sea como fuere, los extraordinarios acontecimientos ocurridos en la pequeña localidad de Savannah en el año 1931 responden a unos hechos que todavía hoy carecen de toda lógica.

            La industria cinematográfica norteamericana ha retratado en numerosas ocasiones este deporte plasmando sobre los fotogramas las virtudes y defectos (héroes y villanos) de algunos de los golfistas más importantes de la historia de este juego. Películas como The Babe (Arthur Hiller, 1992), basada en la vida de Babe Ruth, o Bobby Jones, Stroke of Genius (Rowdy Herrington, 2004), que retrata la complicada personalidad de Bobby Jones, o esta que nos ocupa, The Legend of Bagger Vance (Robert Redford, 2000), cinta basada en la novela homónima del novelista y guionista Steven Pressfield donde el autor narra la historia de Rannulph Junuh, un golfista de pueblo venido a menos que intenta entre litros de alcohol y la ayuda del propio Bagger Vance encontrar su swing. Ahora bien, si hay un denominador común a todas estas historias, además de la pasión por el juego, ese es, sin lugar a dudas, la música. En ellas se hallan partituras que de una u otra forma han ayudado a que la épica y la mística que rodea a este deporte alcance la excelencia, y eso ha ocurrido gracias a la aportación de músicos como Bernstein, Horner o Rachel Portman. Con estos mimbres Redford y Portman construyen un exquisito y conmovedor retablo que narra la tormentosa vida de Rannulph Junuh, un héroe de guerra al que los mandamases de Savannah invitan a un torneo de golf para promocionar su nuevo campo y así atraer al público. Hasta aquí, una historia de lo más convencional si no fuese por la presencia de Bagger Vance, un enigmático y solitario personaje que acaba transformando, no solo la realidad del golfista, sino también el entorno el que se mueven los protagonistas de la historia. Del mismo modo que Bagger está al servicio de Rannulph como cadi, Portman se encuentra en una situación similar entre la relación de amistad que ambos personajes entablan a lo largo del metraje. Puede decirse, en unas cuantas palabras, que la mística que hay encerrada en la música es la que se encarga de hallar el swing perdido del protagonista…

            La elección de la británica Rachel Portman fue toda una sorpresa, ya que hasta ese momento Redford tenía dos o tres compositores en su agenda con los que solía trabajar. Resueltos los pormenores del contrato Rachel afrontó el proyecto asumiendo que la música debía ir en dos direcciones muy distintas. En primer lugar tenía que contextualizar el lugar y la época en la que se iba a desarrollar la acción; y después dibujar las líneas melódicas que debían definir la peculiar relación que existe entre los dos protagonistas. Para la primera parte de la historia la compositora crea un leitmotiv (The Legend of Bagger Vance) que a través de la trompeta, el violín y el clarinete rememoran los típicos aires sureños sobre los que se asienta la trama; mientras que para la segunda (la parte mística) Portman elabora una etérea y enigmática melodía (Junuh Sees The Field/Junuh Comes Out The Woods) que, con la utilización del piano y el delicado tañido de las cuerdas, ayudan a Rannulph en su particular desafío, que no es otro que encontrar su swing. Se trata de una melodía que transporta al protagonista más allá del espacio empujado por una fuerza sobrenatural que Portman reviste con el sutil empleo de los coros. En última instancia, escuchar la inspirada música de La Legenda de Bagger Vance es como contemplar el swing perfecto…